En busca del arca del crecimiento perdido

Nuevo ciclo político, nueva política fiscal en la era digital.

José Juan Haro

José Juan Haro

- Actualizado

Tiempo de lectura: 11 min

Nuevo ciclo político, nueva política fiscal en la era digital

Las decisiones que América Latina adopte en 2018 marcarán el paso de su historia social y económica en los próximos años. En un corto período de tiempo, un conjunto de países que representan alrededor del 80% del PBI regional – Chile, Colombia, México y Brasil, entre ellos – habrá dado comienzo a un nuevo ciclo político, caracterizado por profundos deseos de cambio en el electorado. El final de los gobiernos de Bachelet, Santos y Peña Nieto, pero también la conclusión de la “transición brasileña” administrada por Temer, lleva implícito enormes retos para los sucesores: el principal de ellos, probablemente, sea la recuperación de la confianza en la institucionalidad democrática que presidió el crecimiento económico de la llamada “década prodigiosa”.

Países latinoaméricaEn Chile, la vuelta al poder del presidente Sebastián Piñera se ha orientado desde un inicio a retomar el vigor económico, lo que se ha instrumentado mediante la llamada “modernización tributaria”, con foco tanto en la reducción de la presión fiscal que pesa sobre los que agentes ya incididos por el código tributario como en la búsqueda de nuevos ingresos fiscales entre sujetos hoy no incididos plenamente (muy notoriamente, las llamadas plataformas digitales). Pero los retos de Chile se extienden también a la atención de problemas sociales evidenciados ya en el primer gobierno de Piñera; entre ellos, la reforma previsional y la educativa; a los que se ha sumado hace poco la problemática ambiental.

La Colombia del Presidente Iván Duque habrá de enfrentar tres grandes retos: en el frente interno, la gestión de la paz acordada con las FARC; en el frente externo, el diseño de una nueva política internacional, signada por la adhesión del país a la OCDE y a la OTAN; en lo económico, la búsqueda de un modelo de crecimiento sostenido que se afinque en la modernización de la economía (la llamada “economía naranja”) y en la explotación de fuentes de ingresos no tradicionales, como el turismo (sector que ha pasado en apenas 7 años de captar 2 millones de visitantes a prácticamente 7).

En México, que pondrá en diciembre fin al sexenio de Enrique Peña Nieto, el nuevo ciclo aparece signado también por aspiraciones sociales de calado: la refundación de un sistema político que se percibe como corrupto e ineficaz para superar la enorme desigualdad económica; el combate de la criminalidad e inseguridad, en especial en el norte del país; y, la recuperación del crecimiento económico, afectado por las incertidumbres asociadas a la renegociación del TLCAN y las relaciones con los Estados Unidos de América. El nuevo Gobierno de Andrés Manuel López Obrador, con un equipo ya plenamente conformado y listo para saltar al terreno de juego, deberá enfrentar – con todo el poder político de que ha sido investido – las enormes demandas sociales, al tiempo en que toma decisiones sobre la continuidad de las reformas estructurales ejecutadas por Peña Nieto bajo el paraguas del llamado “Pacto por México”.

Todo esto ocurre mientras las elecciones en Brasil se conducen en un ambiente de gran incertidumbre, marcado por la inhabilitación del ex Presidente Luis Ignacio Lula da Silva como candidato, la continuidad de la atávica fragmentación política del país – que conducirá una vez más (muy previsiblemente) a un Congreso sin mayorías sólidas – y la adquisición de relevancia de nuevas opciones políticas en la derecha del sistema, de escasa relevancia hasta el momento en el panorama brasileño.

Aunque con matices nacionales, se percibe a lo largo y ancho del territorio latinoamericano – afectado ya por una creciente inestabilidad institucional – al menos dos aspiraciones comunes. La principal, como ha quedado dicho, es la reforma de los sistemas políticos, profundamente tocados por mega-escándalos de corrupción y por señales cada vez más evidentes de una ineficacia institucional de carácter estructural. No menos importante, sin embargo, es la recuperación del crecimiento económico que esos sistemas políticos deben ser capaces de asegurar y de los que depende la paz social en la región.

La economía latinoamericana ha estado marcada en los últimos años por la resaca de la “década prodigiosa” de las materias primas: bajas tasas de crecimiento, déficits fiscales crecientes y problemas de competitividad y productividad. El PIB latinoamericano creció entre 2003 y 2016 un 48%, impulsado por la subida en los precios de las materias primas. Desafortunadamente, la contribución de la productividad al crecimiento económico durante esta década fue negativa: en el mismo período, en China y en Corea del Sur la productividad multifactorial contribuyó en más de 3 puntos al crecimiento de las economías asiáticas.

«Los riesgos macroeconómicos observables en Latinoamérica (baja productividad, déficits fiscales, reducción de reservas internacionales, etc.) representan un fuerte desincentivo para los inversores que debe ser tomado en cuenta por las Administraciones Públicas en el nuevo ciclo político».

Como el caso argentino ha puesto en evidencia, las economías emergentes pueden verse especialmente impactadas por cambios radicales en los factores exógenos (como el precio de las materias primas o los cambios en la política monetaria o comercial de las principales potencias) a menos que cuenten con herramientas para la aplicación de políticas contra-cíclicas. Dicho de otra forma: de la misma manera que no será posible recuperar la confianza de los ciudadanos en las instituciones políticas sin acometer las reformas institucionales que aquellos demandan, la región no podrá sobreponerse al escenario potencial de tasas de crecimiento mediocre (o de decrecimiento) a menos que sus gobiernos pongan foco en la estabilización de su situación fiscal.

Las reformas económicas que Latinoamérica necesita, en suma, deben procurar la consolidación fiscal, combatir la informalidad como camino ineludible para la sostenibilidad de la economía y construir herramientas para la aplicación de políticas económicas contra-cíclicas; todo ello, sin descuidar el mantenimiento de incentivos para la inversión y el crecimiento económico.

En el umbral del nuevo ciclo político, ¿cumplen las políticas fiscales de los países latinoamericanos estas características?

El Banco Mundial refiere que los países de la región tradicionalmente han implementado políticas fiscales pro-cíclicas, lo que conlleva el riesgo de que las economías tengan picos de crecimiento más acusados durante periodos expansivos y afectaciones más profundas a lo largo de la parte recesiva del ciclo económico. Es verdad que algunos países (entre ellos, Colombia, Perú o Chile) ya han implementado candados institucionales en sus sistemas fiscales – techos de gasto, obligaciones de ahorro del excedente – que permiten desarrollar políticas contra-cíclicas, pero no es menos cierto que la mayor parte de economías de la región continúan todavía ejecutando políticas de marcado signo pro-cíclico. El problema principal de mantener políticas fiscales pro-cíclicas es la falta de maniobra ante cambios drásticos en los términos de intercambio, recesiones profundas o alta volatilidad en los ciclos económicos. El Banco Mundial también destaca la falta de consolidación fiscal en gran parte de las economías latinoamericanas, en donde 28 de los 32 países analizados presentan cuentas públicas en números rojos con un déficit [público] promedio del 3.1% del PIB.

La falta de formalización de las economías latinoamericanas es también parte de la agenda pendiente en el nuevo ciclo. Como refiere la OCDE en sus Perspectivas Económicas de América Latina 2018, la región se encuentra afectada por la credibilidad de sus instituciones, lo que propicia que parte de la ciudadanía justifique comportamientos socialmente adversos, como la evasión impositiva[1]. La informalidad es un ofensor colosal de la sostenibilidad de los sistemas fiscales, en la medida que reduce la base imponible y afecta los ingresos públicos, pero también en cuanto conduce al recurso fácil de incrementar la presión fiscal sobre los agentes formales ya incididos, desincentivando la inversión y poniendo en riesgo el crecimiento económico.

Pero el mayor reto económico al que se enfrentan los gobiernos latinoamericanos en el nuevo ciclo político es la mejora de la productividad como elemento clave para retomar la senda de crecimiento, afectada por la degradación de los factores exógenos que han impulsado tradicionalmente nuestra expansión económica. Y para que la productividad contribuya al desarrollo de América Latina es fundamental que las políticas económicas establezcan los incentivos necesarios.

«En las economías del siglo XXI, la digitalización es un elemento clave en este proceso: los estudios del profesor Raúl Katz indican que un aumento del índice de digitalización de 1% resulta en un incremento del 0,32% en el PIB y del 0,26% en la productividad laboral».

Puesto de otro modo: aquellos gobiernos que apuesten decididamente por la transformación digital de sus economías podrán mantenerse competitivos y aspirar a identificar nuevos vectores de crecimiento; los que carezcan de visión estratégica en materia digital o fallen en la ejecución, observarán inexorablemente cómo la distancia que los separa de los líderes digitales – Estados Unidos, China, Corea, Israel – continuará ensanchándose.

Un estudio recientemente publicado por la Asociación Interamericana de Empresas de Telecomunicaciones (ASIET) muestra, a despecho de esta realidad, que la industria de telecomunicaciones – encargada de proveer la infraestructura necesaria para habilitar la economía digital – soporta la presión fiscal más alta de la región. Las consecuencias de esta política son ya evidentes a lo largo y ancho del territorio de América Latina: operadores en situación de falencia, caída prolongada de márgenes, afectación del valor bursátil de las empresas de telecomunicaciones con exposición a la región, menor disponibilidad de caja para acometer inversiones en nuevas redes. De acuerdo con ASIET, la industria de telecomunicaciones contribuye con un 29,77% del valor agregado – o un 12,12% de sus ingresos – a las arcas públicas de los estados latinoamericanos en media, una carga que es un 51% superior a la soportada por el resto de sectores de la economía. Si la digitalización tiene un claro efecto multiplicador sobre la productividad y el crecimiento, resulta pernicioso el mantenimiento del status quo. Con exacciones globales incluso superiores a las que afectan al tabaco o al petróleo en algunos países, la política fiscal que se aplica sobre las telecomunicaciones va a dificultar que se complete el tendido de redes 4G-LTE en todos los países de la región o que se desarrolle un negocio sostenible de fibra al hogar, va a profundizar el atraso tecnológico de las zonas rurales y va a convertir las redes móviles 5G – que empiezan ya a tenderse en los Estados Unidos – en ciencia ficción en nuestras sociedades.

Transformación digital

¿Cómo diseñar políticas fiscales y regulatorias que favorezcan la transformación digital de América Latina y que contribuyan a liberar las fuerzas de la productividad asociadas a la digitalización?

En primer lugar, es imperativo colocar la política digital es el centro de la gestión de gobierno. Los pasos dados en Colombia merecen especial atención: se trata de un país en el que existe desde hace ocho años un Ministerio de las Tecnologías de Información y Comunicación y en el que el Presidente Duque ha considerado necesario designar un alto comisionado en materia digital. La centralización de la responsabilidad política es un paso necesario aunque no suficiente para orientar la acción de gobierno.

En segundo lugar, debe homologarse la presión fiscal que soporta el sector de las telecomunicaciones con la que enfrentan el resto de actividades económicas. La paulatina pérdida de atractivo de la inversión en operadores de telecomunicaciones es una realidad que debe preocupar especialmente a los diseñadores de políticas públicas, considerando que más del 80% de la inversión en redes de telecomunicaciones proviene del sector privado. Para avanzar en esta línea, deben revisarse – e idealmente, eliminarse – la multitud de impuestos y exacciones especiales que afectan al sector: impuestos especiales para la seguridad (5% de los ingresos brutos) en El Salvador, regalías aplicables en función de la cuota de mercado en Ecuador, impuesto especial a productos y servicios en México, etc. En la misma medida, es capital acometer una profunda revisión de la política de servicio universal (que detrae recursos de la industria que en muchos casos se convierten en fondos del tesoro público y ha servido escasamente al interés social en la mayor parte de países) y de la política de espectro. En cuanto al espectro, insumo esencial para el desarrollo de redes móviles, la región debería prestar más atención a la pronta liberación del recurso y al aseguramiento de la cobertura antes que a la recaudación, como se ha hecho en Chile tradicionalmente con tan buenos resultados. El foco en políticas recaudatorias asociadas al espectro ha retrasado la disponibilidad de frecuencias para el 4G en la mayor parte de países, encarecido la inversión en nuevas redes (a menos espectro, más inversión) y afectado adversamente la calidad del servicio.

Por último, urge revisar una política regulatoria anclada en el pasado – cuyo foco sigue dominado en Brasil por las concesiones de telefonía fija o en Argentina por las restricciones a la prestación de servicios convergentes – y poner en vigencia marcos habilitadores de la economía digital, que favorezcan la innovación y garanticen que todos los actores del mercado, nacionales o foráneos, asumen frente a los clientes y los gobiernos de la región obligaciones semejantes en temas tan relevantes como la privacidad, la seguridad, la colaboración con las autoridades de justicia o los impuestos.

Para lograr un futuro de prosperidad y crecimiento, en suma, los gobiernos latinoamericanos del nuevo ciclo político tienen ante sí el enorme reto de llevar a cabo reformas que procuren el equilibrio y la sostenibilidad fiscal, pero que a la vez incentiven la inversión, la productividad y por ende el crecimiento económico. La transformación digital de las economías es una pieza esencial en el mapa que habrá de conducirlas al arca del crecimiento perdido.

Publicado originalmente en Pódium, la Revista del Consejo Iberoamericano para la productividad y la competitividad: http://cipyc.org/wp-content/uploads/2018/10/Podium2_web.pdf 


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