¿Qué es la nomofobia?
La nomofobia (no-mobile-phobia) es el miedo irracional a estar sin el teléfono móvil. Puede surgir por quedarse sin batería, sin cobertura o simplemente por no tener el dispositivo cerca. Y aunque suene exagerado, es una ansiedad muy real. Una especie de vértigo moderno, muy relacionado con el uso excesivo del smartphone y con esa necesidad constante de estar conectados… incluso aunque no sepamos muy bien para qué.
Según datos recientes:
- 7 de cada 10 adolescentes presentan algún grado de nomofobia.
- Un 20% la sufre de forma intensa, con un impacto real en su vida diaria.
- La franja más afectada: entre los 14 y 16 años, justo cuando su cerebro aún está en desarrollo.
Recientemente leía en un artículo una referencia a los resultados del informe “Nomofobia y rendimiento académico: prevalencia y correlación en los jóvenes”, elaborado por la Universidad de Granada y publicado en enero de 2025. Aunque el estudio se realizó entre 2022 y 2023 sus conclusiones no podrían ser más actuales.
Se analizaron más de 1.600 estudiantes de entre 12 y 20 años. ¿El resultado? El 44% de ellos reconoce que el uso del móvil les afecta negativamente en sus estudios.
Pero lo que más me llamó la atención fueron los datos sobre los chicos y chicas de la ESO. Justo ese grupo entre 12 a 17 años en el que está mi hija, es el segmento que más ansiedad, incomodidad y dependencia emocional muestra hacia el teléfono. Les angustia no poder comunicarse al instante, se sienten nerviosos si no pueden revisar notificaciones o redes sociales, lea aterra la idea de quedarse sin batería o sin conexión.
Y lo más preocupante: esta dependencia no se queda solo en lo emocional. También afecta al rendimiento escolar. El estudio es claro: cuanto más alta la nomofobia, más bajan las notas.
¿Cómo se manifiesta?
Cada vez es más común ver a adolescentes que, al separarse de su móvil, sienten una incomodidad difícil de explicar. No es simple aburrimiento, es ansiedad. Una especie de vacío que se activa cuando el móvil no está en el bolsillo, sobre la mesa o en la mano.
Muchos lo miran una y otra vez, aunque no haya nuevas notificaciones. Como si se les escapara algo importante si no lo revisan constantemente: una historia de Instagram, un meme en el grupo, un mensaje que quizá no llegue nunca… pero ¿y si sí?
Esta necesidad de estar siempre disponibles —de no perderse nada— genera una tensión constante. Y claro, cuando tienen que estudiar o concentrarse, el simple hecho de tener el móvil lejos puede alterar por completo su atención.
Por la noche, el teléfono no se queda fuera del cuarto. Muchos duermen con él bajo la almohada o en la mano. Lo revisan justo antes de dormir, y a veces hasta se despiertan para volver a mirarlo. Este hábito, que parece inofensivo, interrumpe el sueño, afecta su descanso… y termina pasándoles factura al día siguiente: están más irritables, más cansados, menos presentes.
Y es que la nomofobia no solo roba tiempo. También afecta al ánimo, el apetito, el sueño, la forma en que se ven a sí mismos… y cómo se conectan con los demás.
Pero este miedo no aparece de golpe. Se va construyendo. Como una telaraña que atrapa despacio: empieza con la necesidad de validación, de estar al día, de que no se les escape nada. Se alimenta del miedo a quedarse fuera, a perderse algo (FOMO), de una autoestima frágil… y, muchas veces, de la falta de límites claros en casa. Porque, siendo honestos, nosotros tampoco soltamos el teléfono tan fácilmente.
¿Qué consecuencias tiene la nomofobia?
La nomofobia no es una simple manía por el móvil. Sus consecuencias, aunque a veces parezcan invisibles, pueden calar hondo en la vida de los adolescentes. En el plano de la salud mental, por ejemplo, se ha observado una estrecha relación con trastornos como la ansiedad, la depresión, el estrés o la baja autoestima. Y es que, cuando el teléfono se convierte en una especie de salvavidas emocional, se vuelve difícil regular lo que sentimos sin él. Poco a poco, la necesidad de estar conectados todo el tiempo empieza a pasar factura: disminuye el autocontrol, se resiente la inteligencia emocional y el equilibrio interno se tambalea.
Tal y como reflejaba el informe de la Universidad de Granada, a nivel académico, el impacto también es evidente. Muchos adolescentes reconocen que les cuesta concentrarse, que les cuesta más leer, estudiar o simplemente estar presentes. No es que no puedan aprender, sino que la constante interrupción de notificaciones, redes y videojuegos dispersa su atención. Las notas bajan, también el interés por el estudio y, con ello, su motivación.
Pero quizás uno de los efectos más dolorosos es el que toca sus relaciones personales. Aunque estén en contacto constante por mensajes, lo cierto es que la nomofobia puede alejarlos del mundo real. Cada vez interactúan menos cara a cara, lo que deteriora sus vínculos con amigos y familiares. Esa preferencia por lo digital va alimentando el aislamiento, la incomodidad en situaciones sociales y, en muchos casos, una profunda sensación de soledad. La pantalla se vuelve una barrera entre ellos y los demás.
¿Qué podemos hacer como madres y padres?
No se trata de satanizar la tecnología, ni de prohibir por prohibir. Se trata de estar. De acompañar. De mirar con atención y escuchar sin juicios. Ya lo comentaba en otro de mis post donde compartía mi preocupación por el uso de la tecnología en los adolescentes, podemos empezar por pequeños gestos: proponer cenas sin móviles, hacer planes en los que el teléfono no sea protagonista. Preguntarles qué les gusta ver, qué sienten cuando están en redes. Y, sobre todo, dar ejemplo. Porque si nosotros no soltamos el móvil, ¿cómo vamos a pedirles a ellos que lo hagan?
Este tema no va solo de ellos. También va de nosotros. De cómo educamos, de cómo nos comunicamos, de qué lugar le damos a la tecnología en casa. Y, sobre todo, de cómo ayudamos a nuestros hijos a construir una relación más libre, más saludable, más consciente con sus pantallas… y con el mundo que existe más allá de ellas.