Por qué la estética resulta esencial (más que nunca) para el marketing corporativo

Nunca habíamos encontrado una fuerza creativa tan vasta y tan al alcance de nuestras manos. La tecnología y los nuevos canales de comunicación han derribado las barreras; hoy basta con unos minutos para concebir, diseñar, grabar, editar y compartir cualquier tipo de contenido.

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Roberto Valentín Carrera Seguir

Tiempo de lectura: 4 min

Lo que antes requería de semanas de producción y equipos costosos ahora puede nacer en la pantalla de un portátil o, incluso, de un móvil. La creatividad ya no está atada al acceso a herramientas, sino a la intención y al criterio de quien la ejerce. Y eso altera de manera radical las reglas del juego: ahora la capacidad de crear a un nivel profesional está al alcance de cualquiera y la verdadera distinción recae en quienes la ejercen con sensibilidad, coherencia y un agudo sentido estético.

Y es que, durante años, el marketing corporativo ha colocado la funcionalidad por encima de todo. Lo esencial ha sido que el mensaje alcanzara su destino y que la propuesta se percibiera con total claridad, concreción y facilidad de comprensión, ya sea para una audiencia amplia o para un nicho específico. Todo ello sigue siendo, indiscutiblemente, el pilar imprescindible de la comunicación corporativa. No obstante, al sumergirnos en un océano de información —presentaciones, PDFs, vídeos, campañas, newsletter, dashboards, redes sociales, WhatsApp—, a menudo se subestima un elemento que merece nuestra plena atención: la estética.

La importancia de la estética

No estamos hablando del simple “qué bonito”. Lo que realmente importa es la forma en que una pieza o contenido se muestra, se percibe y se queda grabado en en nuestra memoria. Resulta esencial entender qué ocurre cuando algo está cuidadosamente diseñado, hábilmente editado y narrado con maestría. Ese factor aún no forma parte de la cultura empresarial; lo descubrimos por nuestra cuenta y, sin embargo, se vuelve un rasgo diferenciador al vender, presentar o comunicar.

La estética no se reduce a una simple decoración, sino que constituye significado. Si un matiz o un detalle estético están fuera de lugar, el mensaje puede perder su esencia. Una tipografía mal elegida puede transformar una idea brillante en una propuesta torpe, llegando a contradecir lo que se pretende comunicar. Un vídeo con un montaje plano —aunque logre transmitir cosas concretas— no consigue el mismo impacto que aquel que cuida el compás, la luz, la composición, los silencios y la música.

Y es que, estando sobre estimulados, necesitamos algo que capte nuestra atención mediante diversas tácticas; la estética es una de ellas.
Por tanto, no es un simple añadido: es un pilar fundamental para que nuestro mensaje impacte. Cuando el diseño se aborda con intención, la elección de los colores, el ritmo de un vídeo o la selección de una imagen con cierto criterio pueden marcan la diferencia entre algo que se entiende y algo que nos emocione y recordemos por más tiempo. Y es que nada de esto es nuevo, desde los bajorrelieves de la Grecia clásica hasta los carteles del siglo XIX, la estética se ha erigido como una herramienta de poder. Un medio para persuadir, conmover y dejar una huella indeleble en el subconsciente colectivo.

Durante la Grecia clásica, la iconografía que engalanaba los templos se presentaba como una narración visual. Cada relieve exhibía ideales de belleza, vigor y sabiduría. Cada escena lanzaba un mensaje con matices políticos, sociales y espirituales envueltos en una profunda carga estética.

En la Roma imperial, los arcos triunfales, mosaicos y estatuas se convirtieron en auténticas campañas de comunicación talladas en piedra.
Cada pieza visual transmitía autoridad y legitimidad: la estética era propaganda.

En el siglo XIX, con la litografía y los carteles impresos, la estética se convirtió en una herramienta de masas. Toulouse-Lautrec, Mucha y el Art Nouveau difundieron no solo productos, sino una idea de modernidad y estilo.

Al adentrarnos en el siglo XX, la Alemania nazi supo manipular el poder de la estética. El diseño, la arquitectura, el cine y la iconografía fueron usados para crear una imagen visual imponente, capaz de provocar emociones y ejercer influencia directa sobre las masas. Cada símbolo y cada desfile formaban parte de una narrativa orquestada para seducir, unir y eliminar el disenso.
Por eso hoy, más que nunca, debemos usar el lenguaje visual con plena conciencia del poder que tiene.

En el cine, el diseñador gráfico Saul Bass marcó una época. Su estilo minimalista y contundente definió el diseño gráfico del siglo XX.
Su diseño de carteles para Hitchcock, Scorsese o Preminger siguen siendo referencia, imitados una y otra vez en todo tipo de campañas.

Y es justamente por todo esto que la estética no constituye un lujo ni una excentricidad, sino una herramienta esencial, accesible a cualquiera.
Los primeros anuncios de Coca-Cola o Ford ya comprendieron que una imagen bien compuesta y una narrativa coherente alcanzaban un impacto mucho mayor que cualquier texto.

Hoy, en un universo donde cualquiera puede producir contenido, la diferencia está en cómo afinamos nuestro mensaje y usamos la tecnología para crear con sensibilidad y propósito. No se trata solo de informar o vender, sino de emocionar. Por eso, entrelazar el lenguaje visual con gusto, criterio y estrategia deja de ser un lujo para convertirse en una obligación.

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